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Juan Quintana's review of 'The Hawkline Monster' (Spanish)
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Un Western Gótico

Juan Quintana?

El nombre de Richard Brautigan va unido al efervescente transcurrir de los años sesenta, a los jóvenes marginales y a los movimientos underground de los Estados Unidos de América. En línea directa con los humoristas norteamericanos, Brautigan viene a desembocar en este libro no únicamente en el western y la novela gótica, sino incluso en una ciencia ficción delirante, en un modo de narrar lleno de chispas en las que parece refocilarse haciéndonos disfrutar con sus anécdotas chuscas, sus situaciones cómicas, sus agudas alternativas. Si su primera novela fue ávidamente consumida por los jóvenes norteamericanos y llegó a servir para que un periódico adoptara su título, en El monstruo de Hawkline se nos introduce en un mundo esperpéntico, donde incluso los dos pistoleros que contratan las señoritas Hawkline para deshacerse del monstruo descubierto por casualidad en los experimentos de su padre, son una caricatura tajante de los bandidos clásicos del western.

Poco tiene que ver la literatura de Brautigan con los apocalípticos y frenéticos, aunque sí sea consecuente que la literatura de éstos fuera a dar con este autor, por entre cuyas páginas todavía encontramos huellas beatnik y hipster, si bien más cercanas a los personajes de Twain que a los aullidos de un Ginsberg y los vagabundeos de un Kerouac.

El de Brautigan no es un humor alejado de las tradicionales corrientes norteamericanas. Las anécdotas son desliadas con bastante parquedad de medios. Es más bien la ingenuidad de los personajes y su contraste con la dureza de los tradicionales bandidos del cine norteamericano lo que nos mueve al registro humorístico, desplazándonos mediante clichés absurdos, rayanos en el surrealismo, de las más admisibles descripciones y los argumentos más lógicos, conduciéndonos a un afluir de sucesos que se nos escabullen, paralizando nuestras normas de lectura y haciéndonos ir por los inverosímiles derroteros que este regocijante Richard Brautigan nos propina.

Desde luego que para leer a Brautigan no hace falta ningún esfuerzo, a no ser el de olvidarnos de las posturas más trascendentales para dejarnos llevar por entre las páginas de un libro, que se lee con una facilidad grande, debido no únicamente a la corta extensión de los capítulos, algunos de apenas una página, sino también a que la progresión de los acontecimientos va plagada de humor de buen calibre.

Con suma complacencia, entre el crujir bamboleante de la diligencia, la generosa sexualidad de Niña Mágica, los excesivos arsenales que portan los fabulosos Greer y Cameron, así como el «terrorífico» monstruoso encerrado en el oscuro sótano de la «pavorosa» mansión del doctor Hawkline, descubriremos que un buen vaso de whisky puede chafar los malos sentimientos del «peligroso» engendro luminoso surgido del laboratorio por un accidental trueque de productos químicos.

Leer a Richard Brautigan hace que nos replanteemos si el estereotipado papel de músico lánguido, de joven flipado o de inocente portador de florecillas que el sistema ayudó a difundir como correspondiente al joven marginal norteamericano de la pasada década no es excesivamente simple. Pese a que la literatura de Brautigan, mediante su disparate inmenso, no nos entregue más que otro lado de dicha generación, podemos darnos cuenta, sin dificultad, que en aquellos muchachos existía también un modo de vida saludable, un gran sentido del humor e incluso planteamientos de autocrítica más seria de lo que puede parecer a simple vista.

No olvidemos que fueron estos mismos muchachos los que iban a protagonizar los acontecimientos del sesenta y ocho, los que pelearían en Viet-Nam pese a su casi total rechazo de la violencia. Efectivamente, esta generación irreverente iba a cuestionar el «mundo feliz» de sus mayores. Pero aunque la propaganda más acreditada sea la de un modo de vida cuya norma fundamental era el desacato, en aquellos muchachos irremediablemente resignados a ser hoy sumisos padres de familia había una impaciente pleitesía a la alegría de vivir que, embalsada entre el ludibrio decretado, a veces aflora entre libros y discos con una soberana patente de misericordia ante la alternativa exultante de los chatos representantes de un desahuciado consumismo ahora a punto de apearse del sacrosanto espaldarazo de los amos del poder.

Leer a Richard Brautigan no es únicamente el camino hacia la risa prolongada, sino también volver a recordar unos modelos gratificantes de estar en este mundo ahora malparado.


Nueva Estafeta? 30
Mayo 1981



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