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Libro del mes (abril 2012): RICHARD BRAUTIGAN Un general confederado de Big Sur

by Kiko Amat

¿Nunca les he hablado aquí de Richard Brautigan? Qué extraño. Y digo extraño por varias razones. La primera es que hablo de él muy a menudo. La segunda es que escribo libros gracias a él. Lo mínimo que podría hacer es lanzarle props, que dicen los ingleses. Admitir deudas, vamos.

Lo cierto es que sí les he hablado de él varias veces en el pasado. En decenas de entrevistas, sin ir más lejos. Y el segundo artículo que escribí para el Cultura/S de La Vanguardia, cuando empecé a trabajar para ellos hace ya casi una década, era un Reciclajes sobre Brautigan (el primero era uno sobre Nik Cohn; no quería dejar pilares sueltos). El mismo Cultura/S me permitió publicar hace un año una gran página dedicada a su genio, con ocasión del primer lanzamiento de la Biblioteca Brautigan de Blackie Books (La pesca de la trucha en América). Pero este mes de abril sentía como si le debiese más. Un panegírico más, con feeling. Venga: el último.

No exageraba cuando decía unas líneas más arriba que empecé a escribir libros gracias a Richard Brautigan. Sin embargo, conviene puntualizar: empecé a escribir libros porque siempre me había gustado escribir, y porque tenía la inclinación de base y un montón de historias que deseaba contar. El papel de Richard Brautigan fue el de inspirador y quitamiedos. Steve Jones de los Sex Pistols decía en The filth & the fury que antes de montar un grupo creía que los músicos eran una cosa que caía del espacio. Cito a menudo esta frase porque mi perspectiva, antes de ponerme a publicar, era similar: yo también creía que los escritores eran señores muertos, a menudo extranjeros, muy sabios y –especialmente- titulados. De veras creía (de niño) que hacía falta una carrera, un permiso, para dedicarse a ello, y esta fue la razón por la que abandoné la esperanza de hacerlo algún día. No me gustaba la universidad. Me parecía un camelo.

Y entonces, por supuesto, llegó el día en que leí a Richard Brautigan. Le leí en inglés y en Inglaterra, en uno de aquellos volúmenes de Houghton & Miffin que reunían tres de sus novelas en un tomo. Eran A Confederate General from Big Sur, Dreaming of Babylon y The Hawkline Monster. Era el año 1999, compré el libro en Foyles, en Charing Cross Road. Por aquel entonces ni sabía que Anagrama? lo había traducido a finales de los ochenta, y creo que mentí sobre ello la primera vez que alguien me preguntó, yo ya en Contraseñas, cinco años más tarde. Me daba vergüenza no haberle leído junto a mis otros libros de cabecera de Anagrama -Bukowski, Burroughs, Fante, McInnes?, el Buda de Kureishi?, etc.- y me inventé una respuesta que me dejara mejor parado. Por aquella época debían importarme este tipo de cosas, supongo.

La cosa fue el shock. Lo maravilloso de su prosa. Nunca había leído nada igual. Su voz era tan natural, honesta, elástica y hermosa que parecía imposible. A pesar de lo desnudo, sincero y simple de su estilo, el resultado final rebosaba de excelencia y magnitud. Su cercanía a la tierra solo hacía que elevarle más y más. Eso me recuerda a la célebre frase de Hemingway?: “Pobre Faulkner. ¿Realmente cree que las grandes emociones se sacan de grandes palabras? Piensa que no conozco las palabras de diez dólares. Pues claro que las conozco. Pero hay palabras más simples y antiguas y mejores, y esas son las que uso”. Brautigan no parecía conocer muchas palabras de diez dólares, pero el juicioso e imaginativo uso de todas las palabras pequeñas le hacían en cierto modo superior a los escritores verbosos. Sus párrafos eran una maravilla musical, llena de vida, ritmo y emoción. Creo que nada, nunca, tendrá en mí el efecto que tuvieron aquellas primeras treinta páginas de Un general confederado en Big Sur. Déjenme soltar un símil calcinado: fue como si de repente se encendiera la luz. Como si alguien hubiese abierto las persianas. Fue ver de repente las infinitas posibilidades de la palabra escrita. La capacidad que tiene ésta de tocarte personalmente. Y, muy especialmente, distinguir por primera vez el camino que lleva a realizar personalmente esa narrativa. Cómo escribir un libro, en resumen. Un pequeño manual privado para escribir un libro, allí; ante mis atónitos ojos.

El día que me vaya no se lo diré a nadie, mi primera novela, era tan Brautiganiana que hoy me hace sonrojar. Ni siquiera me molesté en buscarle al protagonista un atributo distinto al de Un detective en Babilonia; ambos se despistaban a menudo e iban a otro lugar, lejos de este mundo. Los capítulos eran pequeños y autotitulados, como los de Brautigan (y Vonnegut?). La voz del narrador era naïf, inocente y pura, como si estuviese divirtiéndose con todo aquello; igual que hacía Brautigan. Los fragmentos en los que se mezclaban imaginación y realidad (sin acercarse ni de lejos al realismo mágico) eran similares a los de Sombrero fallout, de Brautigan. La narrativa como juego no-pomposo. En fin, que solo me faltó dejarme bigote para parecerme del todo a él. Quería ser Brautigan, hay que decirlo así de claro. Tras leerle, perdí la inseguridad, y se me desataron los nudos del cerebro. Fue una iluminación punk de manual: ¡yo también puedo hacerlo! “La primera vez que leí a Brautigan no me podía creer que pudieran existir libros así, ¡Fue como descubrir el nuevo mundo!”, dijo Haruki Murakami?. Le entiendo bien.

He vuelto a leer Un general confederado de Big Sur hace poco, en su reciente traducción por Blackie Books, y he vuelto a quedarme boquiabierto. El golpe es casi eléctrico cada vez. Toda esa belleza y simplicidad casi mística, esa bondad tan californiana, ese humor socarrón, esa voz poética, llena de beat y reluciente como la mejor música pop, plagada de repeticiones y estribillos, de listas y sumas, de metáforas inusuales (hablando de mirar gaviotas: “el pasado, el presente y el futuro pasan casi como redobles de tambor hacia el cielo”). El argumento de esta novela casi no parece uno: les presento a Jesse, alias de Brautigan, y a su suerte de Dean Moriarty para este viaje: Lee Mellon. Un personaje del tipo Zorbás (solo que sin dientes), un devorador de vida, uno de esos excitados cohetes de adrenalina con los que todos hemos topado alguna vez. Mellon dice ser biznieto de un general confederado. Ambos se mudan a una cabaña en Big Sur y hay unas ranas que solo dejan de croar si les gritas “¡Sopa Campbell’s!”, y los dos holgazanean y se tiran pedos y se enamoran de chicas y se emborrachan y hay una motocicleta que… Da lo mismo. Lo que sucede no es particularmente importante. Hay ternura, hay risas, hay crueldad y hay pereza, hay glorificación de la pillería y el vivir al margen. Y hay un tipo de escritura que, si no se ha leído antes, le golpea a uno haciéndole saltar fuera de los zapatos.

No voy a hablarles de la vida de Brautigan, porque ya lo he hecho demasiadas veces en el pasado, y esto era casi una despedida de mi antiguo maestro. Pueden leer más sobre su vida en el artículo que me publicó Cultura/S. Pero debo añadirles que, a pesar de que su adláter y amigo Lawrence Ferlinghetti dijese de él que su prosa era naif e infantil, y que era incapaz de madurar, Brautigan sí evolucionó. En su última novela So the wind won’t blow it all away (1982) encontramos un autor abatido, mucho más triste, aún dueño y señor de sus verbos pero sin el optimismo soleado de los primeros libros. Dos años después se suicidaría de un tiro en la cara.

Lo que voy a hacer ahora es agarrar este ejemplar en español y ponerlo a buen recaudo, para que algún día le lean mis hijos y se maravillen como me maravillé yo. ¿Puede haber mejor legado?

Bendito Atraso
April 20, 2012

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